domingo, 13 de diciembre de 2009

INSEGURIDAD VIAL

En materia de seguridad vial hay opiniones para todos los gustos y anécdotas de diversa índole y muy variada casuística. Y, partiendo de que sin generalizar, difícilmente se podría expresar la opinión de uno sobre un tema en esta reducida columna, hemos de recurrir a la reducción del todo a unos cuantos arquetipos.

El primero sería el conductor inseguro, vaya, el acojonao, como diríamos a pie de calle. Ese que va pensando continuamente en que algún niño endemoniado o alguna frágil ancianita van a cruzarse en su camino. Esta gente tiende a entorpecer bastante la circulación. Todo parece atemorizarles. Y el terror al volante no es lo más saludable.

El segundo estereotipo, frente al del conductor temeroso, es el del conductor temerario. Éste es un valiente. Le da igual llevarse por delante al niño endemoniado y a la ancianita de un solo acelerón. Su eslogan sería “la potencia del coche invalida cualquier señal”. Estos personajes se han tragado A todo gas al menos una veintena de veces.
Los de este ramo constituyen un verdadero peligro para el resto de usuarios de la vía, vayan en coche, a pie, en bici o en patines. Los pasos elevados no les asustan; y menos aún si hay alguien a quien impresionar. A estos habría que colgarlos de la picota, como dice Díez del Corral.
Ni siquiera el carné por puntos ha conseguido acabar con ellos. Son listos; se rehabilitan.

Al hablar de los peatones tampoco se puede reducir todo a un solo estereotipo. Pero, quizá con dos sea suficiente.

El primero que se le viene a uno a la cabeza, como conductor, es el peatón imprudente. Otro valentón. Éste es el prototipo con el que teme cruzarse el conductor temeroso, valga la redundancia. Se lanza a la calzada sin ningún pudor. No repara en que hay más gente intentando circular. Parece que vaya a la caza del cobro del seguro. Los de este grupo pueden arruinarle el día a uno en el momento menos pensado.

El otro caso más común es el del peatón inseguro. Éste último, ya sea por alguna experiencia traumática o por un temor innato e intrínseco a su personalidad, se desvive en tomar precauciones. Bien hecho. En esto de la circulación, uno no puede confiar en nadie. Este individuo dudará cada vez que eche un pie sobre la calzada y, posiblemente, tendrá suficientes y buenos motivos para hacerlo. Muchos de los de este gremio, como ya hemos dicho, son conversos. Antes, casi seguro, eran peatones imprudentes. Hasta que un día se toparon con un conductor temerario. Una vivencia así, si no te mata, te hace más fuerte (o más precavido).

Los ciclistas son un tema más delicado. Enseguida se enfadan. Así que solo haremos alusión a los dos principales grupos que conforman: los sensatos y los locos. Los sensatos, normalmente, llevarán casco y reflectantes, circularán como enuncia el Código Vial y se ceñirán al maldito borde de la calzada. Asimismo, es muy probable que participen en marchas en apoyo al uso de la bicicleta y que colaboren en foros de aficionados. Suelen vestir mallas ceñidas del Decatlon. Ésta sí que gente sabe andar en bici.
Por otra parte están los locos. Los que van a pelo. De estos no hace falta decir sino que su comportamiento en la vía deja mucho que desear. A éstos irresponsables los aborrecen tanto peatones como conductores de vehículos motorizados.

A partir de aquí, cabrían ejemplificaciones puntuales de todo tipo. Un amplio abanico de posibilidades se abre ante nuestros ojos con el tema de la movilidad urbana. Asimismo, las excepciones que confirmen las reglas anteriormente enunciadas, también son numerosas. Aunque algo que se puede afirmar es que, en estos días, la inseguridad vial es un hecho.

BUS STOP




Tras el pasado otoño, con su voraz guerra de paraguas, la estación llega el presente año plagada de otros obstáculos que persiguen hacernos la vida un poco más amarga e insufrible. Al mal tiempo buena cara...¡ja!


La lluvia, que este año ha llegado con algo de retraso, es capaz de hacer decaer incluso a Rafaella Carrá. Más que lluvia, lo que se precipita sobre Bilbao y alrededores es algo cercano a un diluvio especiado con toques de tsunami. Y la gente como si nada. Parecen anfibios inimpresionables.

Las devastadoras tormentas que se viven aquí imponen a todo aquel que venga de fuera una dura adaptación al medio. Dicha conversión ha de extenderse a los ámbitos externos del ser en cuestión; esto es, vestuario y peinado, así como a algunos rasgos o caracteres de la personalidad (capacidad de acción-reacción, motivación y humor, entre otros).
Con esto quiero decir, que si solías llevar bambas a diario, habrás de cambiarlas por unas botas de agua, o de monte o por cualquier otro calzado indestructible y, por supuesto, impermeable (condición bastante reñida con algo muy necesario como es la traspiración). Esto lleva a tener que combinar toda tu indumentaria con tales botas.
Respecto al pelito, si solías alisártelo, desiste. Si tendías a recogértelo, desiste. Si lo llevas teñido, reza porque sea con L’oreal.
Al hablar de la capacidad acción-reacción quiero referirme a la autodefensa. Más claro, si alguien intenta sacarte un ojo con la varilla de su paraguas, defiéndete con el tuyo. Y si, como buen conciudadano, ya te has pasado al bando de los solidarios del chubasquero, corre todo lo que puedas.
Lo del humor de la persona ya se torna toda una hazaña. Resulta difícil ser amable en esta ciudad (esto también afecta a los anfibios anteriormente citados). Todo el día húmedos, y cargando con el jodido escudo... Es comprensible.

Todo lo arriba dicho pueden resultar pequeñeces en comparación con la verdadera lucha con que se ve obligado a lidiar todo aquel que desee tomar el transporte público en un día lluvioso. Una avalancha de gente que abruma a cualquiera.
De hecho, creo que el conductor tiene que pasar por unos momentos muy angustiosos cada vez que abre la puerta. Y comparto su miedo. La impertinencia de la gente puede causar desastres irreparables. (Que Dios bendiga a todos los conductores por esa inagotable paciencia que les caracteriza. A casi todos.).
Una de las escenas más cómicas que se acostumbra una a ver por aquí es cómo intentan, en vano, guarnecerse bajo la marquesina unos veinte personajes. Algunos, incluso, osan mantener el paraguas abierto también bajo la marquesina. ¡Válgame!
Y claro, otro tema es el de la fila. Que no se hace. O no se respeta.


A raíz de todo esto, me viene a la cabeza un episodio que vivimos mis sestras (amiguísimas) y yo en fiestas de Castellón. Y eso que allá no llovía.
Tras comer en el puerto, quisimos coger un autobús que nos acercase al centro de la ciudad. Mala idea.
Una impertinente multitud esperaba ansiosa junto a la marquesina. Cuando llegó el bus conseguimos hacernos un hueco y subir. Estaba tan abarrotado que la chavalería se colgaba de las barras agarraderas cual chimpancés de ramas. Nosotras quedamos ancladas en un ínfimo espacio que quedaba junto al asiento del conductor, que, muy amable, se reía con nosotras de semejante situación. Todo iba relativamente bien hasta que llegamos a la siguiente parada, en la que nadie bajó y otra multitud impertinente aspiraba a subir. El simpático conductor intentó dar explicaciones: “aquí no cabe ni un alma más, tendrán que esperar al autobús de refuerzo, que tardará diez minutos a lo sumo”. Para qué queremos más. Los “aspirantes” a subir al transporte público se volvieron locos. Comenzaron a embestir el vehículo por todos sus costados. Así, llegó el accidente. El pobre conductor en un amago de arrancar, intentó cerrar las puertas (que permanecían abiertas por fuerza del redil que pretendía entrar) para arrancar y proseguir su camino, con tan mala suerte que una pierna de un “aspirante” quedó atrapada. El caos estaba servido. Gritos. Palos. Hubo de todo. Y una mujer que gritaba hacia todos los sentidos: “¡fill de puta, fill de puta!”.
El terror nos invadió y decidimos bajar un par de paradas más adelante. De hecho, a una amiga, más que el terror, lo que le entró fue un ataque de ansiedad. Agradecimos al conductor con una sonrisa su paciencia y nos alejamos lo más rápidamente posible de aquel enjambre endiablado.

Si es que la gente no tiene educación. Y luego hablan de los jóvenes.
Bien cierto es que el mal tiempo agrava toda espera del transporte público. Pero habas se cuecen en todas partes. Y en el Mediterráneo la gente también se puede volver muy agresiva, con o sin paraguas.